Ciudadanos del mundo


POR Alberto Hijazo Gascón

Especialista e investigador en Lingüística cognitiva y coordinador de la sección en Español de la Universidad de East Anglia. 

Me encuentro en un tren de cercanías camino al aeropuerto de una ciuda centroeuropea. Vuelvo a casa después de un congreso (sobre esas cosas raras que estudiamos los lingüistas). Me rodean maletas, caras de cansancio y murmullos en lenguas germánicas. De repente un tono elevado se alza por encima de las demás voces a mis espaldas y reconozco una conversación en mi lengua. “Cuídate bien, ¿eh? A ver si comes que estás muy flaco y si necesitas algo nos dices y ya te lo traerá tu hermano cuando venga a verte el mes que viene”. Intento dirigir mi atención hacia otro punto del vagón para no meterme demasiado en la conversación y de nuevo distingo otra familia de apariencia similar. “Pero hija, ¿entonces no te van a convalidar todas las asignaturas en España?”, “No, no… pero no pasa nada porque puedo asistir a todas las clases y luego elegir los exámenes a los que presentarme. Y como algunas asignaturas no están en mi universidad así puedo aprender otras cosas sin la presión del examen”.

Los estudiantes explican cosas del país de acogida, de las universidades, de las costumbres de la zona y de la ciudad. Les hablan de amigos de aquí y de allá, de lo difícil que fue encontrar piso, de las clases… Algunas frases pueden adivinarse antes de que abran la boca, pues yo mismo se las decía a mis padres cuando estudié en el extranjero. También las he oído a los estudiantes cuando he sido coordinador Erasmus. Reconozco el entusiasmo por descubrir un país nuevo, la satisfacción al sentir que puedes desenvolverte solo en otra lengua, en otra cultura. Pero esta vez dirijo la mirada hacia los otros participantes de la conversación. Veo padres y madres orgullosos, inquietos, con ganas de saber más y con una mezcla agridulce de ganas de que vuelvan a casa y de que sigan aprendiendo y madurando. Y me hace reflexionar sobre los beneficios de estudiar en el extranjero, ya no solo para el estudiante sino también para sus familias. ¿Habrían viajado esos padres a esa ciudad centroeuropea en vacaciones en vez de ir a donde siempre? ¿Habrían recorrido sus calles, aprendido sus historias locales, conocido a sus habitantes y probado su gastronomía del mismo modo? La generación “Erasmus” ha conocido una Europa sin fronteras y con vuelos de bajo coste. Sin pensarlo, también está arrastrando a sus mayores a que viajen y salgan de su zona de confort. Se animan a volar en avión, a llevarles productos de la tierra y a recoger la ropa de abrigo, para que la vuelta a casa sea un poco más ligera en kilos de equipaje, pero llena vivencias interculturales. En definitiva, tanto hijos como padres (y hermanos, y amigos, y familiares) desarrollan una forma de ser ciudadanos del mundo. Y esto, le pese a quien le pese, no significa “no ser de ningún  sitio”, sino ser un poquito de cada uno de los rincones que han formado el escenario de nuestra biografía y la de nuestros familiares. Y es eso lo que nos hace sabios, lo que nos hace tolerantes, lo que nos hace libres.