Los muertos sin nombre

POR Alfredo José Castro Jiménez FOTOGRAFÍA DE Carlos Luján

El cementerio de Barbate es, como muchos cementerios de España, un lugar frecuentado diariamente por vecinos que a van a visitar a sus muertos y arreglar sus tumbas. La mayoría de estos nichos cuenta con los nombres y las fechas de quienes descansan en ellos. Pero este campo santo también recibe casi a diario féretros con un número, el de las diligencias judiciales del caso y sin más compañía que los trabajadores de la funeraria. Por eso, los vecinos de esta localidad gaditana se encargan, desde hace mucho tiempo, de que las tumbas estén bien cuidadas.

Enterrar a un inmigrante cuesta entre 1000 y 2000 euros y, aunque hay acuerdos con el Gobierno y la Junta de Andalucía, son los ayuntamientos los que acaban costeando el sepelio.

En Barbate, como en Algeciras, Tarifa o San Roque, están ya acostumbrados a hacerse cargo de los muertos del Estrecho. Muertos sin nombre ni familia, pero muertos a los no les falta una sepultura digna ni quien cuide de su memoria y rece por sus sueños, aquellos que se hundieron en el fondo del mar el mismo día en que embarcaron en esas balsas de juguete.

Por cada persona fallecida que aparece hay otras dos de las que nunca se sabe nada. La Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía insiste en que los muertos que llegan a nuestras costas son un pequeño porcentaje, y en los últimos 20 años, 6000 personas han perdido la vida en los 12 kilómetros que separan África de Europa. Solo en el año 2018, casi 800 personas perdieron la vida intentando llegar a España a través del Estrecho.

El primer cadáver de un inmigrante ahogado en el Estrecho apareció el 1 de noviembre de 1988 en la playa de Los Lances (Tarifa). Era un chico marroquí de unos 25 años. El último cuerpo seguramente haya aparecido mientras esperábamos la impresión de esta revista. La muerte sigue bailando entre las olas.